Acoger la vida nueva que Dios regala

Cuaresma

José Fernando Juan

No se trata de una nueva oportunidad, ni de más posibilidades dentro del mercado de opciones que el mundo (el sistema) nos brindan. No se trata de ser tan diferente que nada tenga que ver con lo anterior, como si empezar de nuevo fuera realmente posible. No se trata tampoco, aunque lo deseemos, de hacer limpieza de lo malo (que ser más bien lo que no nos gusta) y de inundarnos de lo bueno (que suele ser lo que nos agrada, acomoda y divierte, con mucha frecuencia). No va de esto la cuaresma, aunque lo veamos así. Va de vida nueva. De la capacidad de acogida de la vida nueva que Dios nos da. ¡De Vivir! ¡De conectarse a la Vida de nuevo!

Con insistencia (con mucha insistencia diría yo incluso), el cristianismo nos revela que no todo está en nuestras manos, ni debe estarlo. Con persistencia, la Buena Noticia es que no estamos solos, a pesar de las apariencias, de lo que digan, de los engaños. Con más tozudez aún, insistimos en el amor como lo primero. No el que nosotros amemos, sino que hemos sido amados, que somos amados y que seremos amados por toda la eternidad. Tan primero, tan original y originante que está al inicio de todo lo demás con fuerza creadora, con ternura delicada y como misericordia desbordante. Brevemente dicho: Dios es amor. Así lo decimos. Así lo quisiéramos vivir. Y el amor da vida, vivifica, y comparte vida agradecidamente.

¿Cuál es la vida nueva que Dios nos regala? ¡Nada más y nada menos que la del Hijo! ¡Ser hijo de Dios! ¡Vivir en la filiación divina! ¡Vivir en esa comunión, en esa relación que nada puede romper porque el Padre siempre está, siempre se da y siempre se mantiene firme! ¡Esa es la cuaresma, a mi modo de ver, que Dios quiere!

¿Ahí termina todo? ¿Cuál es el camino? Sin duda, renovar nuestro bautismo, para entrar de nuevo en la entraña de Cristo y ¡de la Iglesia! Nos falta con frecuencia tomar buena nota de la fraternidad que acompaña al Misterio de Dios. En la fraternidad se nos revela en la fe que tenemos un Padre común que nos hermana. No es la especie biológica, ni la afinidad cultural, ni el tiempo en el que somos coetáneos. Nos falta, a mi modo de ver, comunión eclesial, conversación espiritual, formación compartida, testimonio común, compromiso misionero que nos ponga en la pista de este Padre de todos a través de la Fraternidad real entre los que somos prójimos, entre los que hacemos Iglesia, entre los que compartiendo tiempo ansiamos eternidad, entre los heridos que caminamos y seguimos caminando a pesar de la debilidad, la fragilidad y la historia.

Una cuaresma que, como siempre, bien se puede resumir en el amor a Dios y al prójimo. En el amor a Dios introduciéndonos en la vida del Hijo, en el amor a los demás en una actitud cordial de hermanos. En el amor a Dios que es profundamente espiritual, cuando el Espíritu sopla, aviva, alienta, recrea todo; incluso nuestro modo de mirar, sentir, oler, latir con el corazón herido.

Estos días de hospital -este es mi primer artículo después- he podido leer a corazón abierto un texto de Ratzinger publicado en Ediciones Encuentro: “Mirar a Cristo. Ejercicios de fe, esperanza y caridad.” Como me ha hecho bien, lo recomiendo y quisiera compartirlo al modo como Pablo dice en la carta a los colosenses: “La Palabra del Mesías habite entre vosotros en toda su riqueza; con toda destreza enseñaos y exhortaos unos a otros. Con corazón agradecido cantad a Dios salmos, himnos y cantos inspirados.” (3,16)

Feliz tiempo de cuaresma para todos. La Pascua de Resurrección se acerca.