Tengo veintiún años y creo que hablo por muchos jóvenes cuando digo que damos muchas cosas por sentado. Nuestra familia, nuestros amigos, el lugar donde vivimos, nuestros estudios, incluso el mismo planeta que habitamos son como parte de un inventario obligatorio con el que nacemos. Aunque tal vez esto sea algo más general, propio del razonamiento humano moderno o de su afán de comodidad, pues detenernos a valorar lo que hemos recibido, contemplarlo y crecer en sensibilidad estética cuesta esfuerzo y tiempo, que en ocasiones no estamos dispuestos a arriesgar.
Han pasado ocho años desde que el Papa Francisco escribió la encíclica Laudato Si´. En ella nos invitaba a convertir el corazón para volver a ver la presencia del Creador en la Creación. Manifestaba su preocupación por cómo estamos cuidando la casa común que Dios nos ha dado ut operaretur et custodiret illum, para que la trabajemos y cuidemos (Gn 2,15), ante el evidente aumento de desastres naturales y otros efectos de una crisis climática que, aún no es claro, podríamos estar contribuyendo a acelerar.
Las preocupaciones de muchos jóvenes giran en torno a conseguir un buen trabajo, vivir con una calidad de vida igual o mejor a la que han tenido con sus padres, que los grandes problemas del mundo no les afecten y puedan vivir con cierta normalidad, etc. Pero lo cierto es que muy pocos están pensando en qué mundo heredaremos a nuestros hijos, incluso muchos postergan la idea misma de tener hijos –sin los cuales no hay siguiente generación, claro está–.
Pareciera que se está configurando una sensación colectiva de pérdida de esperanza y –por tanto, o, al mismo tiempo– de indiferencia. En definitiva, estamos dando por sentado o bien que ya no queda nada que hacer para mejorar el estado de nuestra casa común, o bien que esa casa común siempre va a estar ahí y que por tanto no hay que preocuparse de cuidarla.
“(…) Es indudable que el impacto del cambio climático perjudicará de modo creciente las vidas y las familias de muchas personas. (…) Es un problema social global que está íntimamente relacionado con la dignidad de la vida humana”. Esta es una de las grandes advertencias que el Sumo Pontífice nos transmite en la exhortación apostólica Laudate Deum, publicada el día 4 de octubre del presente año, en la fiesta de San Francisco de Asís.
En estas líneas que el Papa dirige “a todas las personas de buena voluntad” hace una revisión de algunos aspectos relevantes sobre la Creación y el cuidado que Dios Padre nos ha encomendado. Dentro de los conceptos más repetidos que menciona Su Santidad destaca uno ya empleado en Laudato si´, el “paradigma tecnocrático”: una forma desviada de entender la vida y la acción humana, en la que elevamos al poder tecnológico y económico a la categoría de fundamento y condición necesaria de todo lo que conocemos. Y en todo esto, dice el Papa, “subyace una obsesión: acrecentar el poder humano más allá de lo imaginable, frente al cual la realidad no humana es un mero recurso a su servicio. Todo deja de ser un don que se agradece, se valora y se cuida, y se convierte en un esclavo, en víctima de cualquier capricho de la mente humana y sus capacidades” (Laudate Deum, p. 22).
Es innegable que hemos alcanzado un punto de crecimiento y desarrollo nunca visto, pero tenemos un serio problema. Aunque el Señor ya nos lo advirtió en el Evangelio, no hemos cavado muy hondo ni cimentado sobre roca firme. Y ahora, cuando vienen las inundaciones morales y materiales, vemos como todo lo que conocíamos se derrumba.
Es por eso importante que pongamos al servicio de la sociedad los dones que el Señor nos ha dado para poder ofrecer un sustento ético a la sociedad, un ethos, que contrapese el aumento desenfrenado del poder tecnológico que hemos alcanzado, pues a este “le falta una ética sólida, una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y lo contengan en una lúcida abnegación” (Laudato si´, p. 105).
No puedo dejar de acudir a Roger Scruton al preguntarme –un tanto desconsolado, si soy sincero con el lector– ¿qué nos queda por hacer? Pareciera que esta lucha por el cuidado de la Naturaleza ya ha sido monopolizada y sobreexplotada por aquellos que pretenden quitar todo cimiento cristiano. Es esta preocupación la que motiva al filósofo conservador –y sospecho que al Santo Padre también– a escribir sobre el tema. En su libro Filosofía Verde (2021) sostiene que esa captura de la bandera del cuidado medioambiental por parte de quienes deconstruyen Occidente es fruto de un abandono sostenido de lo común por parte de la sociedad civil. Es decir, estamos enfrentándonos a un efecto más de un liberalismo que ha permeado los rincones más inhóspitos de la sociedad.
Así, Scruton propone un cambio de paradigma como solución posible ante el avance amenazante de aquello que el Papa denomina “multilateralismo mal entendido”, que no es otra cosa que la coartación de la soberanía nacional, de la capacidad de decisión y organización local. De esta manera, parece que Burke tenía razón al sostener que las soluciones a los grandes problemas pasan por los “pequeños pelotones de voluntarios”.
El Papa, en esta misma línea, rescata en la exhortación en cuestión el principio de subsidiariedad, pilar fundamental de la Doctrina Social de la Iglesia. Este principio postula que si una organización humana más local puede hacerse cargo de un problema, no es necesario que lo resuelva una organización de nivel superior. Por ejemplo, si España se puede hacer cargo del cultivo de uvas en La Rioja, no tiene por qué encargarse de ello la Organización de Naciones Unidas. Pues bien, acudiendo a este principio, el Papa invita a no confundir multilateralismo con un “unidireccionalismo” de los poderosos, y hace una llamada a que la sociedad civil se haga parte de la discusión del problema y de la búsqueda de soluciones.
¿Por qué resalto este punto? Porque me cuesta entender que muchísimos católicos quieran restarse de debates sobre ciertos temas, entre ellos, el cambio climático, abandonándolo a las organizaciones internacionales. Es imperioso que haya católicos con recta doctrina en todos los ambientes, en todas las discusiones y en todo espacio donde se pueda “poner a Cristo en la cúspide de las actividades humanas” (S. Josemaría, Forja 685).
Esto último no es tarea exclusiva ni del clero ni de consagrados, sino de la enorme mayoría de la Iglesia militante: los laicos, esos civiles que quieren vivir de cara a Dios en su vida corriente. Nosotros, que estamos en medio del mundo, somos llamados también a elevar el mundo y las cosas del mundo a Dios, mediante nuestro trabajo bien hecho y estando precisamente en las grandes encrucijadas de nuestro tiempo.
Ya decía Burke que para que el mal triunfe solo hace falta el silencio de los buenos. Podríamos decir que para que el demonio triunfe solo hace falta que los católicos dejemos de poner a Cristo en todas las realidades humanas, y desde luego que las materias ambientales –¡de la Creación!– deben ser terreno de preocupación y ocupación.
Ahora se va dilucidando, tanto en lo propuesto por el Papa como por Scruton, que una de las claves acerca de lo que los laicos podemos hacer ante la crisis climáticas es, como se ha sugerido antes, recuperar decididamente el rol protagonista que nos corresponde, haciendo cumplir el principio de subsidiariedad. De esta manera, las posibles soluciones para la crisis climática serán todas aquellas que se propongan, en primer lugar, desde la sociedad civil de manera local. Lo fundamental, entonces, no pasa tanto por las soluciones que se me puedan ocurrir, sino por el urgente cambio de visión por parte nuestra para con el mundo y sus problemas.
Otra forma menos pragmática pero de importancia incalculable para colaborar en el cuidado de la Creación es recuperar la contemplación y la sensibilidad estética. En otras palabras, volver a ver la belleza de lo Creado como manifestación patente de la perfección divina.
El sabio maestro inglés antes mencionado sostiene, en otro de sus exquisitos ensayos, que la contemplación y búsqueda de la belleza nos permite ver en el mundo un hogar habitable –esa “casa común” tantas veces mencionada por el Papa– y la dimensión espiritual de nuestra propia naturaleza (Beauty, 2009). Además, advierte que el abandono de nuestra capacidad diferencial y necesidad vital de contemplación nos lleva rápidamente a un desierto espiritual, a una pérdida de la esperanza. ¿No es acaso eso lo que enfrentamos, en sus diferentes manifestaciones? La lucha por recuperar la contemplación de la belleza, aunque lo parezca, no es un “aspiracionalismo intelectualista” sino una llamada urgente a dar plenitud a las cosas de nuestro mundo y al mismo mundo.
Si bien es cierto, muchas de estas cuestiones son materia opinable, y por tanto, están en el espacio legítimo del disenso, la forma en la que el mundo las está abordando en ocasiones no cuenta con Dios en la ecuación. Se pierde así el aporte de esa visión cristiana de la Creación como don y lugar de manifestación de la grandeza divina. “Id al mundo y predicad el Evangelio a todo lo creado” (Mc 16,16) nos dijo Jesucristo antes de subir al Reino de los Cielos.
¿Por qué, entonces, huimos del mundo y de sus problemáticas? ¿Por qué no trabajamos por una respuesta a la crisis climática que tenga el “buen olor de Cristo” y que “predique el Evangelio a todo lo creado?” (Co 2,15; Mc 16,16).
Termino con las mismas palabras con las que el Papa Francisco cierra la exhortación: “«Alaben a Dios» es el nombre de esta carta. Porque un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo”.
Agustín Larson Castillo @AgustinMLarson
Estudiante de Filosofía, Política y Economía en la Unav y miembro del equipo del Hagan Lío, una iniciativa de evangelización en las redes sociales. Canal de Youtube @haganlio (en instagram @haganmaslio)