Eros frente a Ágape, ¿dónde se encuentra el Amor verdadero?

Amor

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El eros, si lo entendemos en su significado primigenio, podríamos decir que pertenece al sentido amoroso de la vida, tal y como lo concibió Platón y la cultura helénica. Es un camino que nos conduce hacia la unión con lo divino. Así lo concibió esencialmente el platonismo griego. Podríamos decir que el eros es un deseo egoísta, anhela la salvación propia.

El ágape supone la experiencia de un amor que recibimos y damos de forma gratuita. En el cristianismo significará el amor que se ha expresado en Jesucristo, en la gratuidad de dar la vida por los demás. Frente al egoísmo del eros, destaca por el carácter desinteresado.

La sociedad actual promueve una triste separación entre ambos conceptos, no solamente en el mundo secular, sino también entre creyentes. De tal manera que encontramos un eros sin ágape en los laicos ateos y un ágape sin eros entre los creyentes. Por este motivo tenemos la obligación racional de descubrir el amor original. El verdadero e íntegro amor se tendrá que componer de dos dimensiones inseparables: eros y ágape.

El problema de entender la complementariedad de los dos términos radica en superar la paradoja que puede parecer, al situarla al nivel de otras aporías que aparecen en la vida del ser humano como, por ejemplo: el cerebro y el corazón, lo objetivo y lo subjetivo, etc. La teología cristiana en lo referente al matrimonio se dedicó a cultivar, desde muy antiguo, la moral del ágape, de tal forma que se fue generando una moral estricta que provocó cierto reduccionismo. De ser así, eros y ágape serían contrapuestos, es decir, estarían separados dentro del ser. Por este motivo Benedicto XVI en su encíclica Deus Cáritas afirmó: «si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si ésta fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad”.

Este problema se generalizó en los primeros años del cristianismo, en los que se hacía especial atención a la “enckateia”, la continencia. En Hispania durante el siglo IV se manifestó en la doctrina de Prisciliano, el cual fomentaba la práctica del encratismo, lo que significaba la abstinencia sexual incluso dentro del matrimonio. Se fomentó el rechazo de la materia en favor de la espiritualidad. Podemos entender el rigor con el que se rechazó a la materia en la moral cristiana de la antigüedad debido a que la etapa histórica en que se difundió el cristianismo durante el primer milenio no fue sencilla.

La concepción dualista – cuerpo y alma- que extendió el neoplatonismo y el estoicismo ayudaron a enraizar este clima. Mucho más tarde, durante los siglos XVIII y XIX las corrientes jansenistas, movimiento puritano que inició Jansenio –obispo de Ypres- enfatizó el pecado original y la depravación humana, logró imponer su criterio de rigorismo frente al eros. A finales del siglo XIX con el inicio del Romanticismo se produce un acercamiento al eros que se afirmará con la revolución sexual.

Hoy en cambio nos encontramos con la búsqueda del placer sensual y el materialismo a toda costa. Los jóvenes viven un momento de liberación sexual, que ya comenzó con el mayo del 68 y otros movimientos similares del siglo pasado, en el cual no les interesa ni el pasado ni el futuro. Todo se relativiza, obviando los valores universales y de este modo sobrevaloran el individualismo. Esta forma de pensar y de actuar provoca una dicotomía entre eros y ágape y de forma inexorable conduce a la deshumanización del hombre, ya que se tiende a negar la constitución del ser humano en espíritu y cuerpo.

Benedicto XVI en su encíclica Deus et caritas de 2005, desarrollo de forma ejemplar y muy clara cual debería ser la relación entre eros y ágape para un cristiano. Para ello empezó poniendo de relieve lo que la filosofía del siglo XIX había influido para separar la concepción de cuerpo y alma. En este sentido uno de los filósofos más influyentes fue Friedrich Nietzsche, dijo que la Iglesia con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿no pone carteles de prohibido allí precisamente donde la alegría, concedida a nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino? Es decir, acusa a la Iglesia de estar coaccionando a la humanidad por no dejarle disfrutar de la condición humana y de fomentar la represión.

El filósofo alemán incide en el asunto diciendo: “que el acto del sexo evoque profundidad, respeto, reverente respeto. Dionisio frente al “Crucificado”: ahí tenéis la antítesis (…) el Dios en la cruz es una maldición sobre la vida, una indicación para librarse de ella”. Nietzsche formula una acusación sin contemplaciones y ante tal agravio Benedicto XVI formula su concepción del eros y ágape de una forma brillante y razonada:

“El eros ebrio e indisciplinado no es elevación, “éxtasis” hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser”.

Benedicto XVI destaca el amor entre el hombre y la mujer de tal forma que en este amor intervengan de forma indisoluble el cuerpo y el alma, y propone que este sea el modelo paradigmático del amor. Por lo tanto, desde este momento el cristianismo rechaza el dualismo cuerpo-alma, el ser humano es una “unitotalidad” que no puede ceder a espiritualismos ni a materialismos. Esta será una propuesta antropológica propia del cristianismo. Ya no podemos dudar de que eros y ágape se unen, el amor humano se une al divino, lo corporal a lo espiritual, superando así la propuesta de Nietzsche.

De forma natural el ser humano comenzará el amor con un apasionado eros, que con el tiempo se podrá convertir en ágape. El amor se hace de dar y recibir; quien quiere dar amor, a su vez debe recibirlo. Por eso ambos amores son complementarios: eros se eleva y se perfecciona con el ágape y de igual forma al contrario.

En unos ejercicios predicados en 1986 el cardenal Ratzinger describía de esta manera la separación de eros y ágape: “lo primero de todo que hay que hacer es oponerse a una tendencia que pretende separar eros y amor religioso, como si fueran dos realidades completamente diversas. De esta forma se deformarían ambos, pues un amor que solo quiera ser sobrenatural pierde su fuerza, mientras que encerrar el amor en lo finito, su secularización y separación dinámica hacia lo terreno, falsifica también el amor terreno, que conforme a su esencia es sed de plenitud infinita”.

Lo anterior se podría resumir en que lo sobrenatural no podría crecer sin la base humana; el amor divino no es la negación del amor humano, sino su profundización. Será necesaria una purificación y maduración del eros para que este revele su verdadera grandeza.

En relación a lo que representa el amor y la sexualidad, y teniendo en cuenta la síntesis de eros y ágape realizada en el Concilio Vaticano II, podemos decir que el amor conyugal es el primer presupuesto de la ética marital, y como consecuencia la sexualidad será el lenguaje del amor esponsal, y este amor expresado con lenguaje sexual, se convertirá en “sacramento”.

Juan Pablo II lo expresó de este modo: “el símbolo del matrimonio como sacramento se construye sobre la base del lenguaje del cuerpo releído en la verdad del amor”. Este tema no representa una novedad dentro de la Iglesia ya que Santo Tomás de Aquino ya decía que el placer sexual entraba en el orden propio de la creatura racional. Pio XII (1876-1958) se propuso rehabilitar el placer sexual dentro del matrimonio: “los cónyuges, pues, al buscar y gozar de este placer, no hacen nada malo. Aceptan lo que el Creador les ha destinado”.

Y por último, Juan Pablo II se refería a la excitación y a la emoción del acto conyugal como una riqueza de la relación interpersonal. Después de todo lo explicado y lo citado, y por si todavía quedaba alguna duda, la idea de Nietzsche de que la Iglesia ha sido la aguafiestas de la humanidad por su carácter represor queda desmontada.

Como conclusión decimos que la conjunción que supone el encuentro del eros que asciende en búsqueda de los valores auténticos de la persona amada y, el ágape que desciende para “fecundar” con la donación plena y gratuita a quien pretende la felicidad, conforman la riqueza del ser humano.

José Carlos Sacristán