Dos curas españoles atienden en Rusia a los últimos supervivientes del Gulag

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En la República de Komi las ciudades están construidas literalmente sobre huesos y sus habitantes están ligados al horror soviético del gulag.

Encontramos al sacerdote leonés José Francisco Teijeiro en una de las dos parroquias que llevan su compañero Juan Manuel Sánchez y él en el norte de Rusia, país donde el 85% de los sacerdotes católicos son extranjeros. José Francisco y Juan Manuel acudieron a la llamada de Juan Pablo II para reconstruir la estructura eclesiástica en un país donde la libertad religiosa no existía hasta los años 90 y los mártires católicos se cuentan por miles.

2.000 km de distancia separan sus dos centros parroquiales, uno en la República de Komi, región donde los gulags, sistema soviético de campos de trabajos forzados, se propagaron como la mala hierba desde los años 30, y otro en Pushkin, a las afueras de San Petersburgo, casualmente donde tuvo lugar la batalla de Krasny Bor, en la que 5.000 españoles de la División Azul aguantaron el ataque de más de 40.000 soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial.

Las actuales ciudades de Komi, en la tundra ártica y temperaturas de 67 grados bajo cero, «peor que Siberia» para los rusos, nacen de aquellos campos de trabajo donde el régimen soviético envió a millones de «enemigos del pueblo», familias enteras, a morir de hambre, enfermedad y agotamiento cavando unas minas heladas de oro y carbón. «Los del lugar te dicen que la ciudad (Ujtá) está literalmente construida sobre huesos. Lo curioso es que supieron borrar todas las huellas, ahí no queda nada», nos cuenta José Francisco. Transportados como ganado, la mitad de los presos moría en el viaje hasta estos lugares inhóspitos. Cuenta Anna Appelbaum en el libro Gulag:

Aunque a primera vista son difíciles de distinguir, los restos del Gulag son visibles por todo Komi. (…) Si uno sabe dónde mirar, es posible ver hendiduras en ciertos lugares, precisamente junto al camino. Son la única prueba existente del campo que una vez se extendió a lo largo del camino, y de las cuadrillas de prisioneros que los construyeron. Debido a que los sitios de construcción eran temporales, los prisioneros no se alojaban en barracones, sino en zemlyanki, refugios subterráneos: de ahí las marcas en el terreno. Aún se pueden ver tablones de madera podridos (posiblemente preservados por el petróleo que se desprendía de las botas de los presos) y restos de alambrada.

Los campos de trabajo se hicieron pueblos. Cuando murió Stalin (1953) ante la ruina económica del régimen y la incapacidad de la policía secreta para seguir controlando tanta prisión, las puertas del infierno se abrieron y los supervivientes volvieron al mundo quedándose en lo único que sentían a esas alturas de su vida como propio, el confín del mundo. Anne Applebaum lo cuenta así:

El aislamiento era asimismo difícil de soportar. Tan alejados estaban estos campos de la civilización (y de las carreteras, por no hablar de los ferrocarriles) que en Komi no se utilizaron alambradas hasta 1937. La huida no tenía sentido. (…) Los prisioneros planificaron las principales ciudades de la república, no solo Ujtá, sino también Siktivkar, Pechora, Vorkutá e Inta.

En toda la República de Komi, de 400.000 km cuadrados, no hay ningún sacerdote católico, «sólo nosotros cuando vamos». Celebran en dos capillas, una situada en Ujtá, primer gulag de la región, y otra en Siktivkar, la capital. Todos los feligreses de José Francisco y Juan Manuel tienen relación con el gulag, víctimas o descendientes: «todos los que tenemos en la parroquia tienen historias dramáticas». Son los últimos testimonios del totalitarismo comunista. Uno de los profundos y helados lagos donde se tiraba a los presos tras fusilarlos

La primera que nos relata es la de una abuela que nació en la zona de Ucrania. Los comunistas «a los 7 años llegaron a su casa y se llevaron a su padre. A la madre y a ella las desterraron a 100 km de su casa. Ella se fue con su madre hasta Siberia. Con el tiempo se enteró de que a su padre lo mataron inmediatamente. Luego ella se fue a Varsovia porque tenía otro hermano, pero como los soviéticos ya habían invadido Polonia detectaron que no tenía permiso y la enviaron a un campo de concentración a Komi. Estuvo allí unos años. Cuando cayó la URSS pudo irse hasta Ucrania para ver el sitio donde habían disparado y enterrado a su padre. Encontró el bosque y allí estuvo rezando, contándole a su padre todo lo que había sufrido».

Stalin mandaba a las personas al gulag por lo que eran, no por lo que hacían, prisioneros civiles no criminales. «Hay otra señora en la parroquia de Lituania. Su padre, lo mismo… llegaron a casa después de la guerra, ella tenía 7 años y vio cómo se lo llevaban preso, delante de las 4 niñas. Quemaron la casa y las expulsaron. A su padre lo mandaron a Vorkutá porque se negó a entregar una finquita, dos caballos y una vaca. El hombre era un pequeño ganadero (kulak), llegaron los comunistas y le dijeron que tenía que entregar todo».

En este otro caso son los hijos los que acuden a la parroquia de los dos sacerdotes españoles. «El padre trabajaba en la frontera bielorrusa, era ortodoxo y la mujer católica y en un momento dado dejó pasar a unos sacerdotes católicos que intentaban escapar». La policía soviética le mandó al campo de concentración. En esa zona también hubo muchos mártires católicos. «Hay uno que está en proceso de beatificación, es un sacerdote polaco que, aunque tuvo la posibilidad de irse, prefirió quedarse a atender a los católicos en el campo de concentración».

A otro superviviente lituano y su madre francesa «la Guerra Mundial la pilló en Polonia. Luchó contra los nazis escondiendo gente y después de haber vivido el horror nazi pensó que el comunismo era un paraíso y entonces decidió irse para la URSS, a la zona de Ucrania. Aquí protestó porque vio unas injusticias y la mandaron al campo de concentración».

Hace unas semanas, nos cuenta José Francisco, se moría «una de las abuelillas de la parroquia. Hoy he estado en el cementerio con su hija rezando por ella». Otra historia dramática. Janina «nació y vivió en la zona occidental de la actual Bielorrusia, estuvo en diversos campos de concentración nazis, donde estuvieron a punto de fusilarla en siete ocasiones. Después de la guerra los comunistas enviaron a su marido a un campo de concentración aquí, a la República de Komi». Descanse en Paz.

Al borde de los Urales se quedó el testimonio de un sufrimiento tremendo, víctimas de barbaridades cometidas en nombre de una ideología que, lamentablemente, ni ha pedido perdón ni ha tenido la vergüenza de extinguirse.

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