Resulta poco frecuente felicitar la Navidad con el óleo “El Niño Dios dormido sobre la Cruz” (1681), del pintor madrileño Alonso del Arco. Suele representarse el misterio con el Niño Jesús en la cuna, acompañado de María y José, el buey y la mula, los pastores y los Reyes Magos.
Me he encontrado por “casualidad” el cuadro que inspira este artículo, que he visto en alguna ocasión, pero nunca me había detenido. Sin embargo, esta vez me ha parecido todo un tratado de teología, lleno de significado, pues relaciona los misterios de la Encarnación y la Pasión, muerte y Resurrección del Señor.
La letra del villancico popular, compuesto por tres estrofas de ocho versos, cuya autoría tiene su origen en distintas regiones reza así: “Madre en la puerta hay un Niño / Más hermoso que el sol bello, / Diciendo que tiene frío / Porque viene casi en cueros. / Pues dile que entre / Y se calentará, / Porque en esta tierra ya no hay caridad”. El reclamo de esta virtud permanece actual con el mensaje de la Navidad. En la segunda estrofa: “Entró el Niño y se sentó / Y mientras se calentaba / Le preguntó la patrona / ¿De qué tierra y de qué patria? / Mi padre es del cielo, / Mi madre también, / Yo bajé a la tierra/ Para padecer”.
Este villancico popular alcanza altas cotas de sabiduría, porque el Niño-Dios ha bajado a la tierra (encarnándose en las entrañas purísimas de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo) para padecer. Padece para salvarnos por amor, pese a nuestra falta de correspondencia. Aquí radica el mensaje de esta original pintura.
Este Niño irradia de su cabeza las potencias de la divinidad, es Dios hecho hombre; está recostado y durmiendo de forma plácida sobre la madera de la cruz. Y para que no exista duda, lleva en la parte alta de la cruz el título: “I.N.R.I.” (“Iesus Nazarenus Rex Iudeorum”). Los responsables de la crucifixión están reflejados en un estandarte: “S.P.Q.R.” (Senatus Populusque Romanus). Pero no sólo fueron la autoridad romana que gobernaba Judea y el Sanedrín judío los que condenaron al Maestro; cada vez que se comete un pecado volvemos a crucificar a Jesucristo.
Encima de la mesa, una jarra y su jofaina en la que el juez de la región, Poncio Pilato, se lavó las manos; en vez de hacer justicia a quien era la Justicia y la Libertad, de forma cobarde condenó a muerte a la Verdad. En muchas ocasiones elegimos por debilidad y respetos humanos a Barrabás, en vez de a Jesús, al que crucificamos.
También se encuentra un gallo, el que cantó dos veces, antes de que Pedro, el cabeza de la Iglesia, le negará tres, pero lloró amargamente arrepentido.
En el centro, el Espíritu Santo, representado por una paloma, que envía su luz y sus dones. La divina acción trinitaria se vuelca en la obra redentora, corriendo el riesgo de nuestra libertad.
Resalta el lienzo con el que la Verónica enjugó el santo rostro de Jesús, camino del Calvario, cuyos pliegos residen en Jerusalén, Roma y Jaén. Otros “Arma Christi” o instrumentos de la Pasión son la lanza con la que Longinos, el oficial romano que reconoció la divinidad de Jesús, le atravesó el costado derecho hasta alcanzar su corazón, de donde salió sangre y agua, signos de los sacramentos. La caña con una esponja para dar a beber al Señor vinagre mezclada con hiel, para aliviar su sed y dolor. La escalera para enclavar a martillazos a Jesús en el “Lignum Crucis”. La espada con la que Pedro cortó la oreja a Malco en el Huerto de los Olivos. La corana de espinas del Rey de los judíos, descendiente del Trono de David. La vara para flagelar despiadadamente a Jesús: “Ecce Homo”. Por último, los dados de los soldados para echar a suerte su túnica inconsútil, y los tres clavos extraídos con tenazas, para que resucitara tres días después.
La Encarnación y la Pasión del Señor son las mayores muestras de amor, ante las que resulta imposible permanecer indiferentes. Queremos corresponder a Jesús en el encuentro diario en la Eucaristía y en los Evangelios. Con san Atanasio de Alejandría: “El Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios”.







