“Todos los hombres son iguales”, “todas las mujeres mienten”

Matrimonio, Noviazgo

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Las frases que, como sociedad, vamos acuñando, revelan sin duda algunas situaciones dolorosas que vivimos. En este caso quiero hablarles de la famosa “todos los hombres son iguales”, “todas son mentirosas”, “todas con interesadas”, etc.

Pareciese que, por unos, la pagamos todos. Se dicen tanto que nos lo terminamos creyendo. Se pronuncian con rabia, con decepción o con aparente indiferencia. Detrás de ellas hay una historia que casi siempre tiene más que ver con quien las dice, que con el género al que apuntan.

Al hablar de otro, hablamos de nosotros

Estas expresiones no nacen del vacío: son el eco de heridas no resueltas, de vínculos rotos y de experiencias que dejaron una marca profunda en la forma de confiar y amar. Decir “todas son mentirosas” o “todos son iguales” es una forma de generalizar para protegerse.

Quien ha sido herido, traicionado o abandonado teme volver a sentir el mismo dolor. Así, en lugar de mirar a la persona concreta que lo lastimó, extiende la desconfianza a todo un grupo. Es un mecanismo de defensa inconsciente.

Si todos son iguales, entonces, puedo mantenerme a salvo. Si todas mienten, no vale la pena volver a creer. En el fondo, esa frase es una muralla que dice: “no quiero que me vuelvan a lastimar”.

Si vamos más a fondo, también podemos ver que estas frases funcionan como consuelo. Alejan la mirada de la propia responsabilidad. Decir “todos son iguales” es más fácil que reconocer “estoy eligiendo mal” o “me estoy quedando donde me lastiman”.

Que el bosque no te impida ver el árbol

Generalizar el dolor, sin embargo, es como ponerse una venda en los ojos: impide ver la singularidad de cada ser humano. Detrás de cada historia hay matices, contextos, heridas y formas distintas de amar.

No todos mienten, no todas engañan. Lo que suele ocurrir es que repetimos patrones. Atraemos o elegimos vínculos parecidos porque aún no hemos comprendido lo que necesitamos sanar. No es que “todos sean iguales”, sino que seguimos siendo los mismos ante el amor.

¿Qué supone, entonces, sanar?

Vivimos en tiempos donde se idealiza el amor rápido y la conexión instantánea. También, se evita la vulnerabilidad real. Muchas personas aprenden a protegerse tras una fachada de ironía o desinterés. Cuando la relación falla, la frustración se traduce en desprecio hacia el otro sexo.

Así, el resentimiento colectivo crece y el diálogo entre hombres y mujeres se llena de etiquetas y acusaciones, en lugar de comprensión. Mirar el trasfondo de estas expresiones implica reconocer que la herida no está en los demás, sino en lo que no hemos sanado dentro de nosotros.

Las decepciones amorosas nos confrontan con nuestra historia familiar, con la forma en que aprendimos a amar, a confiar y a poner límites. Si crecimos viendo mentiras o abandono, es natural que esperemos lo mismo de los demás. Así, sanar significa romper con ese reflejo automático, mirar al otro con ojos nuevos, con ojos de verdadero amor que lo entrega todo sin ninguna reserva y, para entregar sin reservas y sin miedo, definitivamente hay que elegir bien.

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Por eso, cuando alguien dice “todas son mentirosas” o “todos son iguales”, lo que en realidad está diciendo es: “fui herido y no sé cómo confiar otra vez”. El reto está en transformar esa desconfianza en autoconocimiento.

En lugar de culpar, preguntarse qué parte de mí sigue eligiendo lo mismo, qué me falta ver, qué necesito aprender del amor no como concepto, sino del Amor con mayúscula, el único que realmente es y entiende de amor.

Isabel Cuen

Publicado en Ama fuerte