No iba a escribir de Vincent Lambert, el francés de 42 años, tetrapléjico, al que el Estado francés ha dejado morir deshidratado y desnutrido al ordenar retirarle la alimentación asistida, contra la voluntad de sus padres. Su atenta esposa, los doctos médicos y los juiciosos magistrados han considerado encarnizamiento terapéutico darle agua. El dilema era terrible, desde luego; y su resolución un paso atrás de la humanidad en tres sentidos: 1) considerar que la simple asistencia alimenticia es una acción médica extraordinaria; 2) imponer la muerte cuando los padres estaban dispuestos a cuidar de su hijo; y 3) presumir que esto es un acto humanitario. En el siglo XIII, en Pisa, en la Torre del Hambre, el obispo Ruggieri encerró a Ugolino della Gherardesca, sus hijos y dos nietos, y los dejó morir sin comida. Ya entonces se consideró un acto espantoso y el horror atravesó los siglos. Hasta éste, tan satisfecho de su dignidad.
Yo no pensaba dedicarle una columna porque tengo un espíritu epicúreo al que abruman las realidades que no permiten ni el resquicio de luz de una leve sonrisa posible. Aquí, en el fondo, pensaba, solamente cabe rezar por Lambert. Sin embargo, no me va a quedar más remedio que escribir.
Mis hijos (9 y 8) han escuchado la noticia y han llegado a casa muy impresionados. Es lo más natural del mundo si hacemos el esfuerzo de verlo con los ojos inocentes de un niño, sin la vista cansada ni ocupada ni desengañada de un adulto. Un enfermo que no puede alimentarse por sí mismo y al que sus padres están deseando cuidar, pero el Poder obliga a dejarlo morir. Los niños no dejan de preguntarme los detalles, intentando comprender. Sospecho, además, que se callan su temor más hondo: la impotencia de unos padres que querían salvar a su hijo. ¿Están tomado conciencia de mi debilidad? Yo les agradezco el miedo que nos contagian, porque es lo más racional y lo más solidario humanamente con Lambert. Estamos permitiendo que los poderes públicos ocupen más y más parcelas de nuestra libertad y terminarán decidiéndolo todo cada vez más, la vida y la muerte, ya, de hecho. No sólo por dignidad, sino por legítima defensa, hemos de ser mucho más celosos de nuestra soberanía, incluso de nuestra arbitrariedad y capricho. De tanto actuar por los administrados, hasta ni amar por libre ni sacrificarnos por otros van a terminar dejándonos. Vincent Lambert, ruega por nosotros.
Artículo publicado por Enrique García-Máiquez en el Diario de Cádiz