Cuando rezar resulta emocionante

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La Semana Santa es el punto culminante de las celebraciones cristianas. La Iglesia, desde el Miércoles de Ceniza, a lo largo de la Cuaresma, ha venido preparándose para el Triduo Pascual en el que cada año conmemora los misterios centrales de la fe. Misterios cuya contemplación excede tanto la pura racionalidad que quienes han gozado de talento artístico han creado obras cimeras de cultura humana. Todas las bellas artes -escultura, pintura, música, literatura- han competido en dar el do de pecho para plasmar, en lucha con lo inefable, lo que se celebra en estos días: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.

Pero quería fijarme solo en cómo la literatura, concretamente la poesía -la palabra en su plenitud-, ha sabido encarnar la intensidad de las vivencias cristianas ante lo que conmemoramos.

Si quien está llamada a contemplar y asombrarse es la persona en su integridad, «con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas» (Marcos 12, 30), también con sus sentidos y emociones, ningún cauce mejor que la palabra poética, «el más alto resplandor del lenguaje» (Ivonne Bordelois), con su poder de conmover e impresionar de un modo casi físico (Jorge Luis Borges).

En cuanto despliegue de todas las posibilidades que ofrece el lenguaje humano, la poesía es apta en sumo grado para escalar las más altas cimas de las experiencias humanas. Ahí están para mostrarlo los «ochomiles» de la poesía en lengua española de todos los tiempos, en ambas orillas del Atlántico, empezando por san Juan de la Cruz, «el más poeta de los santos todos…/ y el más santo de todos los poetas…! (Manuel Machado).

Los poemas, a diferencia del lenguaje -a veces tan abstracto- de algunas oraciones, pueden proporcionar el complemento de «encarnación» propio de la poesía, que tanto necesitamos. En particular, Lope de Vega ha dejado un tesoro de sonetos que manan todo un chorro de vida. Copio el comienzo de tres de ellos: «Pastor que con tus silbos amorosos/ me despertaste del profundo sueño; Tú que hiciste cayado de ese leño/ en que tiendes los brazos poderosos…»; «No caes, Señor, que bajas a buscarme;/ tanta la culpa fue, tanta su hondura, que hubiste de besar la tierra impura/ por lograr de la tierra levantarme»; o, en fin, «Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro,/ y la cándida víctima levanto,/ de mi atrevida indignidad me espanto/ y la piedad de vuestro pecho admiro».

Análoga intensidad emocional despierta el anónimo soneto «No me mueve, mi Dios, para quererte/ el cielo que me tienes prometido;/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte»; o el de Rafael Sánchez Mazas: «Delante de la Cruz, los ojos míos/ quédenseme, Señor, así mirando/ y, sin ellos quererlo, estén llorando/ porque pecaron mucho y están fríos»; y tantos otros poemas que cabría aducir, como el «Cristo de la Buena Muerte», de José María Pemán, la oración final de El Cristo de Velázquez, de Miguel de Unamuno («Tú que callas, ¡oh Cristo!, para oírnos»), o poesías de la Nobel chilena Gabriela Mistral, de Vicente Huidobro o de Ernestina de Champourcin.

No es posible leerlos sin orar. Recitar es, ahora sí, por su etimología, rezar, despojarnos del marchamo de monologuistas con que la costumbre puede llegar tal vez a oxidar nuestros rezos. Decir estos versos equivale a dotar de espesor humano nuestra súplica. Es notar que la sangre circula más de prisa. Orar con los poetas permite sentir en propia carne cómo, en la mejor poesía de todas las épocas, pueden darse cita, a un tiempo, Verdad, Bondad y Belleza; y cómo la poesía -naturalmente, repito, la grande, la excelente- es una de las artes que menos amarillean, según ha escrito el reciente premio Princesa de Asturias, el poeta polaco Adam Zagajewski.

Fuente: ABC