Cuando un Papa se reúne con miles de presos cada año, es inevitable que, antes o después, alguno le dé un disgusto. Aunque la policía italiana no lo había revelado hasta ahora, sucedió el pasado uno de octubre en Bolonia. Dos de los veinte presos invitados a un almuerzo se esfumaron justo antes de empezar a compartir lasaña y costilleta con Francisco en la iglesia de San Petronio.
El Papa había dicho que deseaba almorzar con inmigrantes y presos, como ha hecho en otros lugares, para llamar la atención sobre los problemas de los marginados. Y el capellán de la Casa de Trabajo y Reclusión de Castelfranco-Emilia se hizo responsable de llevar a veinte internos, con ayuda de voluntarios que colaboran en programas de rehabilitación.
Pero, cuando se sentaron a la mesa, quedaban libres dos sillas. Faltaban dos napolitanos, clasificados como «socialmente peligrosos», que habían venido en el autobús y habían participado poco antes devotamente en el rezo del Ángelus.
En realidad, la Casa de Trabajo y Reclusión no es una cárcel sino un centro de rehabilitación camino de la libertad al final de las condenas. Alberga una sección de toxicodependientes y otra de detenidos «socialmente peligrosos» que requieren ayuda antes de volver a la vida normal.
El pasado mes de marzo, durante su visita de un día a Milán, el Papa dedicó tres horas a la gigantesca cárcel de San Vittore, donde fue recorriendo las galerías de las presas jóvenes con niños, las de mujeres, las de delincuentes normales e incluso la galería «protegida» que custodia a policías, transexuales y pedófilos en peligro de agresión por otros internos.
Francisco saludó uno por uno, con un apretón de manos o un abrazo, a los dos mil internos. Les confesó que había ido a verles porque «Jesús ha dicho: ‘Estaba en la cárcel y vinisteis a visitarme’. Vosotros sois para mí Jesús, sois mis hermanos. El Señor os ama tanto como a mí. Somos hermanos pecadores».
Pocas personas saben que muchos domingos el Papa llama por teléfono a detenidos que le escriben desde muchos países. Quiere mantener su esperanza y facilitar su reinserción. No tolera que los sistemas carcelarios empeoren a los internos.
Este verano envió un videomensaje al Centro de estudiantes universitarios de Ezeiza, creado por un acuerdo con la Universidad de Buenos Aires para que los internos puedan continuar sus carreras durante los años que están en la cárcel. Les dijo que le daba «mucha alegría la existencia de este espacio de trabajo, de cultura, de progreso. Es un signo de humanidad».
En Suecia, donde la reinserción se cuida mucho, cada vez hay menos presos, se van cerrando cárceles, y las calles están más tranquilas.
A poco de der ser elegido Papa, Francisco se fue el día de Jueves Santo a una cárcel juvenil de Roma a lavar los pies a muchachos y muchachas, incluida una musulmana. En sus viajes internacionales ha visitado algunas de las peores cárceles del mundo, como la de Palmasola en Bolivia con casi cuatro mil detenidos -ancianos, hombres, mujeres y niños- a la espera de juicio. Un contraejemplo, que Francisco desea erradicar.
Fuente: Juan Vicente Boo
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