«Ha valido y está valiendo la pena». Gran testimonio de Esperanza y Jacob

Entrevistas, Experiencias

Tener un hijo es cansado, cuesta dinero y sin duda hay que echarle tiempo, mucho tiempo. Pero hay un secreto: Cristo. Él dijo: ‘El que busca su vida la perderá'», afirma Jacob Bellido en su testimonio.

Jacob Bellido (36) y Esperanza Mateu (34) llevan casados nueve años y son padres de cinco hijos, el primogénito tiene ocho y la pequeña, seis meses. Pertenecen al Camino Neocatecumenal -iniciativa cristiana vivida en pequeñas comunidades en parroquias- desde que son adolescentes y donde se conocieron. Jacob y Esperanza aseguran que no son muy niñeros, pero no tiene miedo en mostrar a lo largo de su testimonio cómo Dios entra en sus vidas a través de sus hijos.

 

Un noviazgo complejo

El Señor puso en ambos el enamoramiento, que fue fantástico y providencial, y desde el primer momento supimos que lo importante del noviazgo era discernir si Dios nos quería preparar para el matrimonio. Nos casamos tras siete años de noviazgo con altibajos y dificultades -incluso un primer intento de boda- porque sabíamos dos cosas: que queríamos hacer era la voluntad de Dios y que si nos casábamos, era para toda la vida.

Nos reencontramos a mediados de 2007 y decidimos casarnos antes de terminar el año. Elegimos el 7 de diciembre -víspera de la Inmaculada- porque queríamos que nuestro matrimonio y futura familia se asentara bajo la protección de la Santa Familia de Nazaret. En poco menos de seis meses y con un verano por medio, partiendo desde la nada, es decir, con un solo trabajo y no fijo, sin dinero ahorrado, sin piso, y sin otras seguridades, nos lanzamos como Abraham a la aventura, sabiendo que el Señor proveería, como ya habíamos experimentado tantas veces durante el noviazgo. Organizamos una boda con casi 300 invitados en tiempo récord, para sorpresa de familiares y amigos, acostumbrados a lo que hoy se estila en el mundo que nos rodea, bodas preparadas con casi dos años de antelación. Para nosotros lo fundamental era el sacramento, y todo lo demás vendría por añadidura.

Dios quiso que a los nueves meses exactos de la boda naciera el primogénito, como un regalo

No podría enumerar la de milagros que nos precedieron antes del enlace, sobre todo a la hora de encontrar piso: nada fácil para dos jóvenes que éramos con 27 y 24 años en aquel momento sin trabajo fijo ni grandes sueldos. Pero como el pueblo de Israel vio como Dios les sacó de Egipto con brazo fuerte y poderoso, abriendo el Mar Rojo y sepultando a sus enemigos, así el Señor abrió el mar para nosotros, destruyendo tantos miedos, llantos e ídolos, que durante tantos años nos habían amargado.
Con esta experiencia llegamos al matrimonio, sin miedo a hacer la voluntad de Dios, por lo que decidimos también fiarnos de lo que la Iglesia enseña con respecto a los hijos, y nos comprometimos ante todos en el Sacramento: «recibir de Dios amorosamente los hijos».

 

El regalo: su primer hijo

Y el Señor también se fio de nosotros. El día 6 de enero de 2008, sin haber pasado un mes de la boda, Esperanza se hizo la prueba del embarazo: ¡estaba ya gestando a nuestro primer hijo! Fue el mejor regalo de Reyes aquel año. Uno de mis grandes miedos era si podríamos o no tener hijos. Conocemos bastantes matrimonios que por una cosa u otra no podían, y nos asaltaban bastantes dudas y temores. Somos los dos hijos de familias numerosas. Yo el segundo de nueve y Esperanza la pequeña de siete. Nos habíamos criado en un determinado ambiente, poco común hoy en día, pero para los dos conocido. Éramos por tanto conscientes de la alegría y vida que supone para unos padres tener hijos. Sin embargo, la incertidumbre que te genera lo que tú no puedes acabar de controlar a veces crea ansiedad, aunque parezca absurdo. Pues Dios quiso que a los nueves meses exactos de la boda naciera el primogénito, como un regalo.

Pero por otro lado aparecen otro tipo de miedos, a veces más profundos, también más superficiales. Éramos dos jóvenes recién casados, que no habíamos cohabitado previamente, sino que pasamos los dos de casas de nuestros respectivos padres a la nuestra propia, nuestro hogar, como un signo de que queríamos fundamentar nuestro amor en Dios. En un primer momento el egoísmo que tantas veces tenemos innato, nos invitaba a vivir solo para nosotros, a disfrutar de nuestro tiempo a solas, de nuestro dinero, de nuestra única compañía. Tener un hijo tan pronto era una complicación excesiva, como un torpedo en nuestra línea de flotación de pareja libre e independiente, que puede viajar, ir al cine, salir a cenar, comprar sin mirar la cuenta. La lógica y la razón te cuestionaban por qué no esperar, pero Dios nos había preparado previamente, y teníamos una certeza: en hacer nuestra voluntad no residía nuestra felicidad. Los años que nos precedieron en el noviazgo nos habían hecho experimentar lo que dice precisamente San Pablo: ‘Cristo murió para que los que viven no vivan más para si mismos’ (2ª Cor. 5,15). Nuestras crisis, enfados, riñas, reproches… habían venido por haber querido vivir tantas veces, cada uno a su manera, para uno mismo.

A veces nos miramos y nos impresionamos de lo que ha surgido fruto de un amor acrisolado por la fe

La utilización del otro en beneficio propio, como es tan habitual hoy en día, se convertía en una esclavitud que nos hacía experimentar la muerte, el sinsentido, la soledad. En esa dinámica peligrosa, cuando uno se convierte en el centro de su propio mundo, donde el otro pasa a ser sin quererlo tantas veces el enemigo, que te viene a quitar algo, que te lleva la contraria, que te molesta… y vivir así es ciertamente insoportable. Sin embargo, Cristo vence esas barreras, y permite que se dé un amor nuevo, su mismo amor: ‘Dando su vida por nosotros’. Haber experimentado ese amor nos hacía libres de nuestras propias voluntades, de nuestros proyectos, de nuestras limitaciones y capacidades, y podíamos lanzarnos a la maravillosa aventura de colaborar con Él para dar la existencia a un hijo, un ser que vivirá eternamente en su presencia.

 

«No somos niñeros»

Si fuera por nosotros, posiblemente no hubiéramos tenido ningún hijo: no somos niñeros. Muchos se sorprenden al escuchar esto. La gente tiene la idea preconcebida que si tienes niños es porque te gustan. No, no somos aficionados a los hijos, humanamente hablando. Somos tantas veces un impedimento. Si los hemos tenido es por pura gracia, por puro don del Señor, y muy a pesar nuestro. Por eso entendemos a los que nos los quieren tener y no los enjuiciamos. Además nunca pretendemos vender una motor que no es. Tener un hijo es cansado, cuesta dinero y sin duda hay que echarle tiempo, mucho tiempo. Desde un punto de vista únicamente humano, material, no es lo más apetecible, claro está. No hace falta explicar los contras de ser padres jóvenes, y encima de familia numerosa, porque todo el mundo lo sabe. Pero hay un secreto escondido, Cristo: ‘El que busca su vida la perderá. Y el que pierda su vida por mí la encontrará’(Mc. 8,35). Parece absurdo e ilógico, un sinsentido ¿Qué es perder la vida por Cristo? ¿Cómo voy a ganar la vida si la pierdo previamente? Antes os hemos contado con dos pinceladas como en nuestro noviazgo, lo que hacíamos cada uno, era buscar en el otro la felicidad. El otro está para darme a mi la felicidad, el placer, la autoestima, la compañía. Eso puede ser así un tiempo, pero se acaba, porque el otro es como yo, limitado, se equivoca, tantas veces no está a la altura, no reconoce mis virtudes, resalta y me echa en cara mis defectos. Pedirle la vida al otro lleva, tarde o temprano, a la muerte. Por eso hoy hay tantísimo divorcios. No digamos ya la violencia de género, que es terrible y que nos saben cómo atajar, porque no saben el verdadero origen de esa violencia, que está en el corazón. Todo esto está llevando a tantos jóvenes de hoy a no querer ni casarse: ¿para qué? ¿para divorciarnos al cabo de poco?

Los hijos son suyos antes que nuestros, pues Él pensó en ellos antes de crear el mundo

No se cree -con razón- en el amor eterno, porque el amor humano, es ciertamente caduco. Y todo viene de lo mismo: ‘El que quiera ganar su vida la perderá’. Dios ha revelado en Cristo la plena felicidad, el gozo en mayúsculas, la vida eterna: ‘No hay mayor amor que el poder dar la vida’. Dar la vida es vivir con este amor, es tener este amor que es sobrenatural, un don que viene de lo alto. Si podemos tener hijos no es por nuestras fuerzas, no es por nuestras ganas, o por nuestros méritos; no es por nuestro ímpetu, o por nuestros cálculos ni planteamientos. Es porque Dios nos regala un amor distinto, que es suyo y no nos pertenece, ‘para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros’ (2ª Cor. 4,7). Los hijos son suyos antes que nuestros, pues Él pensó en ellos antes de crear el mundo. Por eso dice el salmo que los hijos son como flechas en manos de un guerrero (Sal. 127,4) Nuestros hijos nos defienden del enemigo, que nos invita cada día a vivir solo para nosotros mismos. Son una ayuda magnífica porque en ellos vemos el amor que Dios nos tiene, que de la muerte que había en nosotros y que tantas veces se quiere instalar, como del seno estéril de Sara, hace brotar la vida, un fruto que es eterno y nos sabe a eternidad.

 

Vale la pena
No somos superhéroes ni mejores que nadie. Lo vivimos como espectadores de una obra que nos sobrepasa. A veces nos miramos y nos impresionamos de lo que ha surgido fruto de un amor acrisolado por la fe. No podemos decir grandes cosas, solo que estamos contentísimos de esta elección que ha hecho con nosotros. Nuestra familia es un auténtico milagro, y lo vivimos como un gran misterio. Somos conscientes que en medio del mundo moderno que vivimos somos bichos raros. Yo digo a menudo que la gente nos mira como algo ‘exótico’. Evidentemente sorprende e interroga, y frecuentemente nos miran con inquietud y cierto cansancio: no lo querrían para ellos. Solo pensar lo que supone se les viene el mundo encima, pero es porque no se les ha revelado este misterio. Pero también notamos en muchos admiración y júbilo: también son bastantes los que nos felicitan y animan. Si echamos la vista atrás, nos damos cuenta del camino recorrido y de los milagros que hemos visto y no lo cambiaríamos por nada.

Ha valido y está valiendo la pena. Ver crecerlos es algo increíble, como comienzan a dar sus pasos, a hablar, a razonar, a jugar, a sentir; también a pelear, llorar, perdonar, compartir… Por otro lado, nunca nos ha faltado de nada. Hemos sufrido, sí. Hemos tenido precariedades, sí. Hemos cambiado costumbres, hábitos propios de jóvenes solteros, sí. Hemos recibido el rechazo y reproches a veces de un entorno que no lo entiende, sí. También las archi-conocidas bromas burlescas de que no tienes televisión y similares, muy poco originales, sí.

Todo es cierto, pero estamos contentos e inmensamente agradecidos, primero al Señor, porque es eterna su misericordia. Después, a nuestros padres, porque un día se fiaron para tenernos y sacarnos adelante. Y por último a la Iglesia, porque como una Madre nos ha sostenido y educado y ha hecho posible que esto se hiciera carne en nuestra vida y se nos revelara este gran misterio.