La sonrisa que me devolvió a casa

Cambiar el mundo, Erasmus, Jóvenes Católicos

«La verdad es que nunca he querido escribir nada, a lo mejor por miedo a decir cualquier tontería, o quizás por miedo a mí mismo. Lo único cierto, sin embargo, es que sea cual fuere el motivo, no sería capaz de poner nada por escrito, porque nunca he tenido imaginación, ni he encontrado una fuente de inspiración tan cegadora que me haya empujado a ello. Pero he vivido una experiencia que sí que me empuja a dedicarle unas palabras, por lo determinante que ha sido para mi vida. No, no he ido a ningún voluntariado en Tanzania que me haya cambiado la vida, ni he recibido una aparición especial de nadie; simplemente estoy de intercambio en el sur de Bélgica, y tengo que reconocer que me ha cambiado la vida para siempre.

Quien diga que salir de intercambio es la mejor manera de exprimir la vida universitaria, de no ponerle límites a tus actuaciones, de conocer a tantos chicos y chicas como puedes, de experimentar lo innombrable, de ser valiente… lleva toda la razón del mundo, porque así fue como aterricé a finales de septiembre en Mons. No os vayáis a pensar que me fui de mi universidad en España porque estuviera incómodo ¡Todo lo contrario! No me faltaba de nada, estaba rodeado de gente más o menos igual que yo y mi vida era bastante tranquila. El único altibajo que podía encontrar era quedarme dormido y no poder ir a alguna clase, pero por lo demás no tenía queja alguna. Desde siempre he sido católico practicante, y la verdad es que en los círculos en los que me movía no encontraba ningún problema para asistir a Misa todos los días, o para rezar el Rosario junto a alguna amiga o de camino a la uni con mi compañero de piso. Podría decirse que, casi por inercia, era cristiano. Como todo el mundo hacía lo mismo, y yo tenía una formación más o menos similar, ¿Por qué no hacer lo mismo que el resto?

Pero en el fondo, sabía que eso no me “llenaba”, y que en verdad llevar una vida ordenada y coherente no tenía nada que ver con lo que me apetecía ser: un joven universitario en toda su expresión, que marcara su frontera y destino sin tener que dejar de hacer algo porque unas “reglas” me impusieran algo que, por mucha carga católica que hubiera recibido desde pequeño, no quería. De hecho, ahora que lo pienso, estoy convencido de que me fui de intercambio fundamentalmente por eso: quería ser libre y poder hacer lo que me diera la gana.

Con esta mentalidad he pasado los primeros meses de mi experiencia de una manera totalmente frenética. ¿Acaso sabes lo que significa hacer lo que te dé la gana? Yo no tenía ni idea hasta que empecé a juntarme y dejarme llevar por un grupo de amigos que hice al apuntarme al equipo de fútbol: bebían hasta no poder mantenerse en pie, tenían sexo con quien buenamente se ofreciera a compartir un buen rato… ¡y encima al día siguiente, aunque no se acordaran de mucho, presumían de ello! Y claro, yo, que por fin podía decidir qué hacer con mi vida, no dudé en apuntarme a esas aventuras. Así, no solo dejé mis principios en la cuneta, si no que me olvidé por completo de que estaba allí para sacar algunas asignaturas. Para mi había cosas más importantes: acostarme con quien me apeteciera, salir hasta las tantas y poder contar historias de esas que solo me imaginaba en mi pensamiento. De una vez por todas era feliz, o al menos, eso creía.

Pero entonces, lo que para muchos sería un pequeño detalle, a mí me cambio la manera de ver la vida que hasta el momento llevaba teniendo. Esperando al autobús para volver a la residencia, había sentado junto a mí un cura, pero no uno cualquiera, sino de esos que llevaban la sotana y el alzacuellos, como si hubiera retrocedido dos cientos años en el tiempo. Y lo curioso de todo esto, es que no pasaría de los 30 años. No había nadie más, y lógicamente, no le dirigí la palabra. No me conocía de nada, pero al llegar el bus y subir a él, me miró sonriendo y se despidió de mí. A medida que llegaba a mi residencia pensé: ¿Cómo puede un joven echar por a perder toda su vida para llevar esa sotana? Pero claro, esa sonrisa no desaparecía de mi mente: ¡Qué feliz se le veía! Nunca había visto una sonrisa tan sincera, una mirada tan humana como la de ese joven sacerdote. Era una persona que, no sé si habría tenido la misma formación que yo, estaba enamorado, locamente enamorado de sus principios. Y sus principios no eran simples reivindicaciones ideológicas o imposiciones de cualquier tipo: Dios era su único principio. Esa misma noche había quedado a salir con el grupo de amigos, pero decidí quedarme en casa. Ni las borracheras ni las escapadas por lugares cercanos a Mons, ni siquiera el sexo tan internacional que había tenido me había dado la felicidad que aquel cura transmitía… ¡Me di cuenta de que por hacer lo que me diera la gana no iba a ser feliz!

Al día siguiente, después de darle muchas vueltas a la cabeza, decidí ir a confesarme a la iglesia más cercana que encontrara. No sé si el confesor entendió con mi inglés macanudo toda la basura que esa sonrisa hizo que empezara a oler dentro de mi alma, pero salí de allí más liberado que nunca. No sé cómo, pero me había encontrado con Jesús de una manera que ni siquiera a día de hoy puedo explicarme. Lo que empezó siendo la escapada perfecta para vivir en primera persona el desenfreno había terminado convirtiéndose, casi antes de volver por Navidad, en la luz que necesitaba para volver a ver, pero a ver de verdad.

Aunque digan que un intercambio es solo desenfreno, me di cuenta de que efectivamente, puede que así sea. Pero también descubrí que llevaban razón cuando a mi alrededor me decían antes de partir a Bélgica que sería una experiencia que me cambiaría la vida. Y así ha sido. He experimentado que llevo perdido toda mi vida, y parezco haber encontrado el camino por el que conducirla, o mejor dicho, el guía con quien vivirla. Pero eso es algo que me toca terminar de desenmarañar en todos estos meses que me quedan todavía. Lo que tengo claro es una cosa: merece la pena ser fiel a tus principios, porque entonces serás fiel a ti mismo, y llegarás a entender el sentido y el porqué de tu propia vida. ¿Acaso no hay mayor regalo que ese?»

S.P.A