Confieso que, para mí, uno de los grandes enigmas del amor en esta primera parte del siglo XXI es la resistencia al matrimonio que observo en muchos jóvenes. Alguien podría pensar que lo de casarse era una cuestión de costumbre, ética o religión y está pasado de moda. Y, sin embargo, lo que está en juego es la plenitud del amor.

Cuando me enamoré de Loles, lo último que podía y quería imaginarme era una vida sin ella. Me parecía imposible amar más de lo que la amaba en ese momento, en el esplendor de mis veinte años. Pero era ya capaz de percibir un sentimiento más fuerte y profundo a la vez que no se conformaba con lo que entonces vivía. Siendo tanto… ¡era tan poco!

Intuía ya entonces que ella, su mundo personal, no se agotaba en la personalidad que yo apenas era capaz de vislumbrar con la inexperiencia de mi juventud y el poco tiempo transcurrido. Sabía, como todos los enamorados, aunque no lo hubiera leído en ninguna parte, que ella era mucho más y yo necesitaba tiempo, intensidad, pasión e inteligencia para penetrar de verdad en su intimidad, descubrirla y proyectarla al infinito.

¡Necesitaba que ella me prometiera amor para siempre! Nuestro amor era imperativo: ¡exigía el tiempo de una vida!

Quería conocerla en toda su esencia, en su fuerza y en su fragilidad, en sus cualidades y en las que no lo eran tanto. Y necesitaba que ella me viera y me conociera a mí también así, con mis virtudes y mis defectos, sabiendo que, para ella, como para mí, estos últimos serían vistos como una traición, una deslealtad a nuestra esencia, ajenos a nuestro auténtico yo y al ‘nosotros’ que, juntos, queríamos construir. Necesitábamos, ¡aún hoy lo necesitamos!, un amor a pesar de la debilidad, que no fuera ciego sino perspicaz, que amara para siempre y nos impulsara a la plenitud de nuestro ser y nuestra unión, que no confundiera nuestras cualidades con nuestra persona. Un amor capaz de elevarse por encima de las circunstancias y del tiempo, que aprendiera a fraguarse en la alegría y el dolor.

Me daba cuenta de que una intimidad solo puede ser alcanzada por otra intimidad, y era consciente de que solo podría acceder a la suya, ¡si ella quería y me dejaba!, a través de la respuesta entrecruzada de un amor sin tiempo ni condiciones. ¡Quién iba a decirme entonces que aquella intuición quedaría absolutamente desbordada y, al correr del tiempo, la que ya me parecía única, singular e irrepetible superaría todas las expectativas que mi pobre pasión juvenil era capaz de imaginar!

No, no existe el amor perfecto instantáneo. El flechazo abre una herida de la que emana solo una pequeñísima parte de la persona. El amor consiste en asomarse, a través de esa herida inicial, a lo más íntimo, a aquel lugar en que radica la persona, el núcleo que la hace insustituible. Cuando el amante ha alcanzado ese lugar, ya no quiere mirar más al exterior. Poco importan las cualidades de los demás.

Pueden ser más o menos, mejores o peores, pero ninguna puede ya reemplazar a quien se ha revelado como única y se ha hecho vida de nuestra vida.

Cuando se ‘toca’ la intimidad, cuando dos intimidades deciden salir de sí mismas y encontrarse, entonces se hacen capaces de iniciar el camino hacia la plenitud, hacia la saturación del amor y nunca quieren volver al lugar del que partieron. ¡Quieren casarse, unirse, fusionarse sin dejar resquicio alguno al desamor!

Comprendo que quien no es capaz de imaginar un amor como este dentro de cinco, diez o treinta años, quien no está dispuesto a introducirse en una intimidad que no es la suya y auparla hasta su cima no se atreva a amar para siempre ni a comprometerse a hacerlo como quien acaricia la eternidad. Entiendo que el matrimonio se le haga antipático. Si no logra ver más allá de su amor actual —una sombra del que será si se decide a amar sin tiempo y sin confín—, el matrimonio deja de ser fuego que une y se transforma en hielo que congela y petrifica el amor o lo abandona a su suerte.

Nadie se casa para amar como ya ama. El matrimonio es una obra de arte que los amantes van creando cada día en pos del modelo ideal que han soñado en tantas noches de insomnio. Como los buenos artistas, un día se inspiran en un ejemplo, otro día en una idea, en una palabra, incluso en la belleza oculta de un negarse a sí mismo para darse, pero nunca abandonan su obra, la que ellos han concebido en su interior, porque saben que el día que lo hagan volverán al lugar del que partieron y ya nunca serán los que podrían haber sido.

Feliz fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes