Por Javier Herrería
Esta semana grupos tradicionalistas partidarios de la misa tridentina han costeado una campaña publicitaria con vistosos carteles en los alrededores del Vaticano. Bajo el lema del amor al Papa y la unidad de la Iglesia, piden más libertad para celebrar la misa tradicional. Uno puede estar más o menos de acuerdo con la gestión del Papa de este tema, pero hacer una campaña de publicidad en contra es atacar al Santo Padre y la unidad de la Iglesia.
Vaya por delante que he asistido en tres ocasiones a misas tridentinas y me han encantado, sobre todo porque me ayudaron a entender y valorar la liturgia. Por esta razón, me sorprendían los esfuerzos del Papa por limitar la liturgia tradicional, puesto que sus partidarios son cristianos piadosos y en muchas de esas comunidades hay numerosas vocaciones y otros signos de santidad.
Ahora bien, también hay que saber que en el ámbito hispano no tenemos experiencia directa de los problemas que están causando algunos tradicionalistas en Italia, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Por ejemplo, algunos son sedevacantistas (creen que el Papa es ilegítimo); otros pertenecen a entornos católicos bastante cerrados y, en ocasiones, poco caritativos; algunos están financiados por las grandes empresas petroleras y carboneras para hacer oposición a Francisco por sus críticas al capitalismo y su visión ecológica; por último, en algunos lugares se organizan para presionar a párrocos y feligreses para celebrar el antiguo rito.
A donde voy con todo esto es que la perspectiva que tenemos del problema en el ámbito hispano es bastante limitada. Piensa, por ejemplo, la división que provoca en una parroquia que tiene una misa al día, el hecho de que esta se celebre según el antiguo rito (que, para empezar, es más largo). En una ciudad con muchas misas esto no supone mayor problema, pero cuando hablamos de pueblos o lugares con poco clero, la situación puede generar tensiones.
En este sentido, que el Papa delegara en los obispos la decisión de conceder los permisos era bastante sensata para asegurar que no hubiera problemas. Y, recientemente, la experiencia le ha llevado a conceder los permisos directamente desde el Vaticano. Me siento absolutamente incapaz de juzgar la proporcionalidad de la medida, pero lo que es innegable es que en una parte del bando tradicionalista hay poca disposición a obedecer, un activismo organizado y la idea de que si no se permite la misa en latín se está cometiendo una injusticia mayúscula.
A mí todo esto me ha dado qué pensar, pues al defender la misa tradicional -con la mejor de las intenciones- quizá uno pueda estar apoyando agendas antivaticanas que no comparte en absoluto.