
Hace pocas semanas me aventuré a realizar los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Ahí puede aprender más sobre Dios, me sentí acogida y apoyada por el resto de jóvenes, que cómo yo, buscamos de forma insaciable al Señor.
Estas Navidades van a ser algo distintas, las reuniones familiares van a ser limitadas y los
abrazos y besos se reducirán a miradas de complicidad detrás de las mascarillas… Sin embargo, Dios ha nacido y para Él no necesitamos mascarillas, ni alcohogel, ni mucho
menos la distancia de seguridad.
Os animo a que os adentréis conmigo en la contemplación de este gran pasaje; ¡¡¡El
nacimiento del Rey de reyes!!!
Todo comienza con el SÍ rotundo de María. ¡ Qué generosidad y qué ejemplo de fortaleza
entregándose en su totalidad a Dios ! Aguantando las críticas, los desprecios, burlas etc…
que trajo consigo dicha decisión. Pero no está sola. Ahí está San José, junto a María, firme
y fiel. Aceptando conjuntamente la voluntad de Dios.
Y llega el momento del censo. Puesta en marcha a Belén. María está a punto de dar a luz y
los planes parecen torcerse. Posiblemente María y José se debieron sentir abandonados o
confusos por Dios. Cómo tú y cómo yo alguna vez en la vida cuando nuestros planes no salen cómo esperábamos. Pero, ahí están María y José , a sus pies, dispuestos a cumplir
su voluntad.
Llegan entonces a Belén y no hay posada. PUM! Portazo tras portazo se quedan sin lugar
donde descansar. ¡Cuántas veces nos habremos sentido así, abandonados, sin rumbo fijo.
Los planes no salen y buscamos un culpable . Pero… espera! Que Dios tenía preparada la
mejor de las posadas desde hacía mucho tiempo. María. Durante 9 meses María fue la
posada de Jesús, su vientre albergó y protegió al Rey de reyes.
Dios no les abandonó en ningún momento y tampoco nos abandona a ninguno de nosotros.
Pero entonces.. ¿Por qué Dios si es el Rey de reyes decide venir al mundo sin nada, rodeado de paja, mugre, estiércol, animales…? Porque aún rodeado de mugre y escombros
la luz que desprende es capaz de alumbrar al mundo entero, porque desde su pequeñez
resulta irresistible y empapa nuestros corazones de amor y esperanza.
Llegar hasta esta conclusión me llevó tiempo, silencio y oración. Me sirvió mucho imaginarme el nacimiento de mi sobrino. Piel de gallina, las pulsaciones a mil, ¿Será rubio o moreno? ¿Habrá salido al padre o a la madre..? ¡qué ganas de verle la carita!. ¡ Da lo
mismo, sólo quiero verle!
Y entré en la habitación, asomé la cabeza y me empapé del amor y felicidad de sus padres.
Ahí está, chiquito, envuelto en una manta, con una expresión de descanso en los brazos de
su madre y pienso.. ¿Sí me sentí así al ver a mi sobrino, cómo será ver a Dios y mecerlo
entre mis brazos? Besarle la mejilla, acariciarle la manita, mirarle con ternura… Y no me
considero digna de ello… de tomar en brazos a Cristo. Es entonces cuando caigo en la
cuenta de que Dios vino así al mundo, pequeñito, frágil, tierno, sencillo… para que tú y yo pudiéramos tomarlo en brazos y amarlo. Amarlo como una madre y un padre aman a su recién nacido. Amarlo sin medida.
Ana López Recalde