Verdad sobre la sonrisa falsa

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No he podido resistirme a compartir con vosotros un nuevo artículo de Enrique García-Maíquez, en Revista Misión: Verdad sobre la risa falsa

Jordan B. Peterson insiste en su libro 12 Rules for Life (Random House, 2018) en que hay que contar pronto y con palabras precisas lo que nos moleste un poco. Más que en ningún sitio en el matrimonio, donde nos jugamos nuestra felicidad. Si hay algo que te choca o irrita, mucho mejor que mirar para otro lado (mientras lo chocante, la irritación y, por tanto, el problema aumentan), mucho mejor, es arrostrar el mal rato de confesarlo. El famoso psicólogo clínico y profesor universitario canadiense no deja, en inglés y con muy amenas anécdotas, de glosar el viejo refrán castellano: “Más vale una vez colorado que ciento amarillo”.

Como yo leo a lo Alonso Quijano, para salir corriendo a los caminos a enderezar tuertos, me propongo poner por obra lo que dice. La risa de mi mujer me encanta. Soledades me quita, cárcel me arranca, como a Miguel Hernández.

Es la rosa, la lanza que desgrana, el agua que de pronto estalla en su alegría, la repentina ola de plata que le nace; su risa es para mis manos como una espada fresca, como dijo Neruda. Por eso noto tanto cuando se ríe con una carcajada impostada.

¿Cuándo? Cada vez que gasto una broma mala o una que fue buena hace diez años, pero la sigo gastando. O para consolar a una amiga por teléfono, como diciéndole que no le dé importancia a algo, que es para reírse, ja, ja. Echa su risa falsa sobre nuestros problemas. O cuando va a reñir a los niños y ríe por no gritar.

Es una risa de menos quilates que aquella que le sale, cristalina, cuando algo de verdad le ha hecho mucha gracia y el mundo se transfigura, maravilloso, y yo recuerdo a Carlos Edmundo de Ory, que se dio cuenta de que la risa es el sexo de las almas.

Pero el recuento de la casuística me ha hecho frenar en seco. Si no pone su risa falsa como un velo sobre mis chistes gastados, como un hilo a través de nuestros laberintos, como un beso sobre la frente díscola de los niños, como un abrazo a su amiga…, ¿qué nos daría? ¿Desdén, tres gritos, dos cachetes, una indiferencia? ¡La risa falsa de mi mujer es la auténtica viga que sostiene mi casa! Va a terminar gustándome más que la verdadera.

La verdadera nace de la alegría de vivir; pero la falsa es el producto depurado de su entrega, de su compasión, de su lucha sin cuartel contra las grisuras de la existencia.

Lo bueno de decirlo todo, como aconseja Peterson, es que hay que pensarlo todo antes de decirlo y, tras pensarlo, ya no hace falta decir nada. O si acaso, para agradecerlo. La risa verdadera es cuando algo nos hace gracia; la risa falsa nos hace suspirar  “gracias”.

(Le he mandado por e-mail el artículo antes de enviarlo a la redacción, no fuese a no gustarle.  Y me ha contestado enseguida:  “¡Je, je!”)