Hace unos días me llegó, vía WhatsApp, una imagen muy entrañable que me hizo reflexionar. No era nada del otro mundo. El Señor, arrodillado, escondiendo un gran oso de peluche, y pidiéndole con una mano su osito a una niña que está cabizbaja y aferrada a su tesoro. El primer detalle en el que me fijé fue el oso. Ambos eran iguales, solo se diferenciaban en el tamaño. El del Señor era más grande. ¡Qué detalle más bonito! No nos pide para dejarnos con las manos vacías, sino que pide que confiemos, que le entreguemos nuestro tesoro, para Él darnos un tesoro mucho mayor.

Nosotros podemos ser, muchas veces sin darnos cuenta, como esa niña. Nos aferramos a lo que queremos, nos gusta… y no caemos en la cuenta de que nos estamos perdiendo unos regalazos increíbles. Pensaba, por ejemplo, en el matrimonio, en formar una familia. Tendemos a pensar que solo podemos hacerlo cuando terminemos la carrera, cuando estemos bien situados laboralmente, cuando tengamos un curriculum brillante lleno de idiomas, organizando 14 despedidas de soltero/a, una ceremonia de película, un viaje de novios épico… Todo esto está muy bien, pero ensombrecen lo esencial: el amor, que la pareja se quiera, que esté dispuesta a hacerlo en todas las circunstancias, que quiera emprender un camino de santidad de la mano guiados por el Señor, que estén abiertos a la vida. El regalo es el matrimonio. El resto, ositos a los que no hay que aferrarse ni convertir en esenciales.

Dios se da a quien da. No se trata de renunciar a todo, sino de poner por delante al Señor. Dios siempre nos quiere hacer regalos que son mejores que los que tenemos actualmente, pero si tenemos las manos y el corazón ocupados no podemos recibirlos. Por eso, es importante darse, y condición para recibir el dar. Cuando hacemos de nuestra vida un regalo para Dios y para los demás nos encontramos que no paran de llovernos regalos, caricias de nuestro Padre de lo alto y de nuestros hermanos en la tierra.

Muchas veces podremos comprobar que Dios no quita nada, sino que lo da todo. Dios no nos quita nuestros ideales, nuestros bienes…, sino que los plenifica de una forma generosa totalmente inesperada. Nosotros, por nuestras meras fuerzas, no podemos alcanzar los dones divinos, pero sí podemos colaborar teniendo las disposiciones necesarias: un corazón desprendido y generoso que reciba los regalos del Señor.

¿Seremos capaces de renunciar a nuestros ositos? Hazlo y no te arrepentirás. Recibirás las caricias del Señor.