Si me miro no me veo…

Catequesis, Oración

Hace muchos años, un  monje astrónomo descubrió que a diferencia de lo que se pensaba hasta entonces no era el sol el que daba vueltas alrededor de la Tierra, sino al revés. Todos los planetas orbitaban alrededor de un centro: el sol. Este descubrimiento, aparentemente pequeño (simplemente un cambio de centro), permitió salir a la física del hoyo en el que se había metido y posibilitó su posterior progreso hasta la actualidad. ¿Y qué tiene que ver esto con la oración?

Sucede algo semejante en la vida de piedad, a veces lo que nos impide progresar es que solo nos buscamos a nosotros mismos. Vamos a rezar con el único deseo de sentir emociones, de que Dios nos dé espectáculo. Nos ocurre un poco lo que le sucedió a Herodes cuando le llevan a Jesús para que lo juzgue. El rey de Judea le  esperaba desde hacía tiempo para verle hacer alguna señal. Quería un “show” por parte de Jesús, como tantas veces queremos nosotros. Y ante esto, Jesús calla. No responde a ninguna de sus preguntas.

La oración es poner a Cristo en el centro, buscarle a Él. Y si le buscamos, le encontraremos.  Jesús mismo nos lo dice: pedid y se os dará, buscad y hallareis, llamad y se os abrirá. El problema es que buscarle de un modo sincero no es tarea sencilla. En todas las acciones que hacemos a lo largo de nuestra vida, se entremezclan un montón de motivaciones distintas que dificultan ver cuál es la causa última de nuestro obrar: ¿Esto lo hago para quedar bien?, ¿lo hago para aprovecharme de Él?, ¿lo hago porque le quiero?,… Somos un misterio para nosotros mismos.

Sin embargo, no somos un misterio para Dios. Él nos conoce absolutamente y su mirada llega hasta lo más profundo de nuestro corazón. Es en la oración donde Dios nos presta su luz y nos permite asomarnos al abismo de nuestro mundo interior. Con Él, podemos ver lo más profundo de nuestro ser y conocer de verdad lo que buscamos en cada momento.  Allí identificaremos nuestros límites, nuestras miserias, nuestras heridas… nos sabremos pequeños.

Ante esta revelación cabe el riesgo de huir, parece que es mejor vivir engañados antes que asumir nuestra propia realidad. Pero no nos miremos otra vez, mirémosle y encontraremos a Aquel que es la grandeza absoluta y que puede reparar todo lo que está dañado. Así pues, ante el descubrimiento de nuestra pequeñez, solo tenemos dos opciones: o abandonar o abandonarnos en las manos de Dios. ¡Tú eliges!